Esperanza Ruiz | 05 de septiembre de 2021
Tú no lo sabes, Carmen, pero muchas escribimos porque un día leímos Nada.
Los gatos romanos le parecían los más felices del mundo. No pudo evitar enternecerse pensando en el amor a los animales de aquella gente. Los afortunados felinos vivían -callejeros- mimados por los habitantes de la ciudad italiana. Algunas personas llegaban a dejar, durante el invierno, las ventanillas de sus coches bajadas para que los gatos se refugiasen en su interior de la intemperie y su inclemencia. Al fin y al cabo, libraban de la peste a la Urbe conteniendo a las ratas que habitan, desde hace milenios, su subsuelo.
De su matrimonio fracasado había traído una maleta. De España, las ansias de libertad.
No era fácil. Ni fácil ni inmediato. Aunque eso ya lo sospechaba antes de llegar. Había huido previamente otras veces y en ninguna de ellas había encontrado la paz. Le hacía feliz la sola contemplación de su maleta. La promesa del viaje, de la huida. Sentirse siempre extranjera. Había ocurrido en el Tánger cosmopolita de los 50, donde encontró inspiración en las gotas de agua en la espalda de un muchacho que el sol bebía insaciable o en la naturaleza que azuleaba en las interminables tardes de playa. En el ambiente bohemio y libre de prejuicios de la época en el norte de África.
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadieCarmen Laforet, Nada
Pasaría también en Estados Unidos, donde desde que desembarcó respiraba un aire distinto al enrarecido de Madrid. Durante su estancia casi olvidó el hollín y el cielo plomizo, los hombres maleducados y los empleados mal vestidos de España. De esa España que la aniquilaba y la impelía a romper todo lo que escribía. En América había respirado la libertad y descubierto que en realidad, en su fuero interno, era una mujer en fuga.
Después de su separación probó en París. Pero la belleza que acechaba en cualquier esquina de la ciudad la empujaba con manos invisibles a vivir la vida en lugar de contarla. No, París tampoco la dejaba trabajar en paz. Cada vez estaba más convencida de que todas las células de su cuerpo le gritaban que era una vagabunda, que hacer y portar una única maleta era lo más parecido a la felicidad que había experimentado. Quizá porque su maleta le hacía sentirse de ningún sitio, y así es como se reconocía en sus sueños adolescentes. Errante, pues. Llamando hogares a los trenes, barcos y aviones,
Y ahora Roma. Hermética, valiosa, rara, firme en sus paradojas. Y fiel en la amistad. Esperaba que Roma fuera como ella. Al menos había gatos.
La esperaba el Trastévere dorado y sinuoso. Se había instalado en un pequeño apartamento. Allí, como le ocurriera en Tánger, había encontrado un pequeño grupo de artistas que la habían acogido como a una más. Nunca había sentido eso en España donde, quizá por desconfianza hacia su juventud o su talento femenino, sentía que no encajaba, que no era una de ellos. Se lamentaba, en voz baja, de envidias y otra pequeñeces, que no hablaban sino de la miseria de quien la ignoraba como autora. En la literatura, ay, sólo son generosos los ricos en el don.
Sin embargo, la papelera de su piso en Roma rebosaba papeles arrugados, rotos. Eran la prueba irrefutable de que, literariamente, estaba acabada. Como en Madrid.
La lata de sardinas abierta, desde hacía dos días, sobre su escritorio y el trozo de queso que empezaba a enmohecerse no parecían desmentir su fracaso. Comer no le interesaba nada. Aquello que nutría su alma era inasible. Si había perdido su vocación más ardiente, la más íntima, lo había perdido todo.
Esa maldita inseguridad, a la que ella llamaba incapacidad, la había seguido hasta el país alpino. Para ser justos, no la seguía, la acompañaba. Y desde mucho antes de lo que todos pensaban.
Sabía de los rumores. Al ambiente denso de la capital española, al aire irrespirable en el que parecía que aún flotaba el hollín de los trenes de tiempos bélicos – pasados pero tan presentes- , se sumaba la presión invisible, tácita, por volver a publicar.
Había escrito más, desde luego. De hecho, no había dejado de hacerlo desde su primera novela, pero nada le parecía a la altura. Lo que finalmente enviaba a un editor, le dolía. Jamás encontraba suficientemente bueno aquello que salía de su máquina de escribir, aquello que creaba en un pequeño despacho de su piso de Madrid, con cinco niños jugando y peleándose debajo de su mesa de trabajo, atronando la estancia -y su cabeza- con gritos y risas. Sin embargo, nunca dejó de presentar -sin releer para no incidir en el dolor, para no corroborar la falta de calidad- las piezas que le pedían. A veces eran artículos; otras, reseñas; de vez en cuando, un prólogo. Nunca estaba satisfecha, pero había que pagar facturas.
Los artistas españoles en Roma, algunos en el exilio, con los que había confraternizado no parecían esperar nada de ella. Al menos no con urgencia. Tan solo, en ocasiones, le preguntaban: Carmen, ¿por qué rompes?
Durante siete años la fe en un Dios inesperado se había llevado los fantasmas y le había devuelto su talento. Pero ésta también la había abandonado inopinadamente, al igual que hiciera su madre cuando ella era una adolescente, todavía feliz. La orfandad estaba detrás de su drama, aunque Carmen lo achacaba a su éxito precoz, inesperado. El que marcó su vida. Aquél que nunca deseó, que consideraba hostil, que llegó a odiar.
Cierto día, a la salida de un pequeño teatro de la capital italiana donde se representaba, traducida, Noche de guerra en el Museo del Prado, de Alberti, Enrique Rivas le propuso conocer a María Zambrano. Paseó con Enrique por las viejas calles de la Ciudad Eterna hasta casa de la filósofa. Estaba inquieta y atemorizada por su propia insignificancia intelectual pero María y ella hablaron de gatos. A Zambrano, como a Richelieu, mirar las costumbres y los juegos de los felinos le ayudaba a pensar.
A veces Carmen escribe toda la noche y luego, de madrugada, rompe lo escrito sin siquiera haberlo leído. Ocasionalmente lo que salva, lo que no quema o hace pedazos, acaba en una maleta. Ella no lo sabe pero hacía ya años que había publicado por última vez.
Aún no lo sabes, Carmen. En esa pequeña habitación alquilada de tu piso de Roma sigues buscándote entre papeles arrugados. No paras de romper lo que escribes y esa angustia te acompañará casi hasta el final. Lo que escribes y rompes demuestra que has luchado. Que la misma pasión que te mantiene viva, te paraliza.
Creías que habías perdido la vida buscándote en tu afán literario. Ese que te consume si no se la entregas. Creías que habías vuelto, como en El viejo y el mar, con el esqueleto del pez que anhelabas haber atrapado. Decías que si uno era escritor, escribía siempre, aunque no quisiera hacerlo. Creías que habías sido, finalmente, vencida por la literatura.
Pero no temas, en el ocaso no recordarás tus libros, tus premios, tu vocación. Te irás pensando a la niña bajo el sol que eras. La de la piel salada. La que encontraba en el mar y en su madre, su universo. La que miraba durante horas las olas, tras la balaustrada que separaba su casa isleña del paraíso. Cuando tu garganta haya enmudecido pero tu cerebro siga recordando, en tu mente solo habrá recuerdos de los días felices de sol y sal. De tu madre leyendo en la sobremesa. De cuando te escapabas de las clases para enmararte. De animales fieles y atardeceres rusientes. No recodarás que en 1944 fuiste la primera ganadora del Premio Nadal de literatura. Y que eso fue romper.
Tú no lo sabes, Carmen, pero muchas escribimos porque un día leímos Nada.
La muerte es, para Miguel Delibes, una presencia inevitable que marcó su literatura y también su propia existencia.